El hombre detiene un momento su coche, mientras pasea la nostálgica mirada a su alrededor.
Nada es como lo recuerda. Hay edificios que no reconoce, una calle que pasa por donde antes había una casa y una plaza que nunca conoció, porque en su juventud estaba ocupada por otra edificación, de la que ahora solo quedan recuerdos… Distantes pero todavía vivos en su memoria, que se resiste a dejar escapar las vivencias que tan gratos momentos le proporcionaron en los tiempos ya lejanos de su pre-adolescencia.
Le resulta difícil imaginar que en ese lugar hace ya muchos años, pudieran haber pasado, él y todos los chicos del barrio, las horas más divertidas de su tierna juventud. El fútbol, la peonza, los cromos, las canicas, los secretos de chicas —en realidad puras fantasías— y todo un ramillete de experiencias que entonces se vivían con derroche día a día, sin la pretensión siquiera de que perduraran al cabo de tanto tiempo.
El hombre se pregunta qué habrá sido de las vidas de todos aquellos compañeros de juegos, a los que un día perdió de vista al tener que cambiar su lugar de residencia… Pero sobre todo se pregunta, qué habrá sido de… Ella. La chica rubia de ojos entre azules y verdes de detrás de la ventana.
Le cuesta concentrarse en los recuerdos cuando el escenario ha cambiado tanto. Si fuera ligeramente parecido, hasta podría resultar que de pronto el lugar se llenara de los gritos de la chiquillería alborotando por un penalti no pitado, por alguna pequeña trampa en la partida de cromos o simplemente por la vitalidad desbordada a causa del batallón de hormonas descontroladas. Pero no parece probable que eso pueda suceder; hay demasiado tráfico, en un lugar donde antaño se podía respirar el olor de los cipreses y donde los gritos infantiles hubieran sido el único impedimento para el descanso de los difuntos.
Desde que salían del colegio y hasta la hora de la comida y más tarde hasta la hora de la cena, aquella pequeña zona recogida ideal para los juegos de niños intrépidos que no sentían ningún miedo, se convertía en un hervidero de vida y alegría. Se formaban grupos que se entretenían jugando a diferentes cosas, charlando o bien se formaba un grupo común y se jugaba un partido de fútbol. Toda la vitalidad del barrio se concentraba a esas horas en el mismo lugar que ahora está más triste y muerto de lo que lo estuvo nunca.
El hombre cierra los ojos y de pronto le parece que el tiempo retrocede hasta aquellos años inolvidables. Oye voces familiares, ve rostros conocidos y se ve a sí mismo conversando con el que fue su mejor amigo de la época, otro pillastre como él.
Ya no hay nadie más en la zona de juegos; todos se han marchado a comer. Solamente están ellos dos.
No recuerda de qué hablaban, pero recuerda perfectamente el momento en que su amigo le dijo:
— ¿A quién de los dos crees que está mirando?
Y mientras habla le señala disimuladamente con la mirada, la ventana por entre cuyos visillos, una preciosa chica rubia les observa con sumo interés, cargado de cierta picardía.
El hombre sonríe al recordar lo importante que era para ellos, en aquel lejano día ya diluido en las brumas del tiempo, saber quién de los dos era el destinatario de tan ardientes miradas, así que, decididos a comprobarlo, optaron porque uno de ellos saliera del campo visual de la chica para comprobar qué pasaba entonces.
Tras echarlo a suerte por el método de jugarlo a los chinos, fue él quien se marchó dejando a su amigo solo frente a la belleza rubia.
Cuando volvieron a encontrarse al día siguiente, la ansiada respuesta a la incógnita, fue que la chica desapareció en cuanto él se marchó y ya no volvió a asomarse a la ventana.
Decididos a comprobarlo, esta vez fue el amigo quien marchó, dejando solo al muchacho que hoy recuerda la intensidad de aquellas miradas y la desazón que corría entonces por sus venas, cada vez que sentía en sus ojos aquella mirada entre azul y verde, que hizo nacer en su corazón por primera vez, la primavera del amor.
Ya sin ninguna duda al respecto, el hombre recuerda cómo su amigo le dejaba sólo cada día, en cuanto la chica volvía a asomar por entre los visillos y cómo cada mirada de ella le revolucionaba todas las fibras de su ser, hasta hacerle soñar despierto con un encuentro que sin embargo nunca se produciría.
Así transcurrieron las semanas y con ellas los meses.
Y más allá del mediodía, cuando ya todos los chicos estaban en sus casas a la hora de la comida y preparando la cartera para volver al colegio, aquel jovenzuelo traspasado ya por las flechas del amor, recibía como una caricia cada mirada de la chica, que le transportaba a un mundo de fantasía por el que paseaban cogidos de la mano mientras hablaban sin dejar de mirarse.
El hombre recuerda que desde entonces, ya no iba al punto de encuentro de la chiquillería del barrio para jugar; recuerda que se sentaba frente a la ventana, esperando con ansiedad mal contenida la aparición tan deseada e inquietante, rechazando cualquier invitación para jugar que implicara el alejamiento del campo visual de la chica.
No quería que cuando se asomara nuevamente, comprobara que no estaba o que el juego era más importante que ella y ya no volviera a dispararle aquellas miradas entre azules y verdes, que esperaba cada día con la ansiedad que las flores esperan el agua que las mantiene vivas.
Con la vista perdida en el lugar que ocupaba aquella casa, tras cuya ventana aparecía la chica rubia, y por donde ahora pasa una avenida, el hombre sonríe con tristeza pensando en cómo hubieran podido ser las cosas de haber tenido la oportunidad de hablar, aunque solo hubiese sido una vez.
Si hubiera podido decirle todo lo que sentía cada vez que recibía aquellas miradas encendidas…
Si supiera con qué pasión esperaba cada día el momento de sentir de nuevo el ardor de sus miradas…
Si conociera el desgarro producido al cambiar de domicilio pocos años más tarde, perdiendo ya para siempre el anhelado momento diario…
El hombre entra de nuevo en el coche y tras cerrar la puerta, siente que cierra ya indefinidamente uno de los pocos recuerdos de juventud que todavía se resistía a desaparecer.
Con las manos férreamente apretadas al volante, piensa que está quitando el aliento al destino que no quiso permitir aquel encuentro.
Cargada de melancolía y tristeza, lanza una última mirada en derredor, donde ya nada es como lo recordaba. No hay lugar para un nuevo encuentro con los chiquillos del barrio, que como él durante un tiempo, solo pensaban en salir del colegio y reunirse allí, ellos para jugar y él para revivir con cada mirada de la chica.
No hay casa ni ventanas, desde donde aquella recordada chica rubia, de ojos entre azules y verdes, pueda inflamarle de nuevo el corazón con sus miradas.
Donde antaño se asentaba un lugar de alegría y juegos, en el que convivían la pujante vida y el descanso eterno, solo quedan soledad y tráfico.
El hombre se pregunta de nuevo qué habrá sido de todos aquellos niños, ya hombres, alguno de los cuales puede que haya fallecido…
Pero sobre todo se pregunta que habrá sido de la chica. Cómo será su vida ahora y, si como él la recuerda también ella lo hará de vez en cuando de aquel muchacho al que hizo sentir, cuando todavía era un niño y ella poco menos que una adolescente, que la primavera no solo hizo florecer los almendros.
Ya con el coche en movimiento, el hombre se aleja despacio del lugar, poniendo distancia entre él y sus recuerdos, como cuando hace ya tantos años se marchó de allí con tristeza, pero con la llama de la esperanza encendida.
Sin embargo, algo es diferente ahora. Ya no queda tiempo para un primer encuentro. Él no volverá nunca más por ese lugar y ella, tal vez con la mirada más apagada por el peso de los años, solo vea con sus ojos entre azules y verdes, cómo crecen sus nietos, a los que reservará todo su interés.
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