Siempre nos quedará el amor.

By Pascua on lunes, febrero 13, 2012
Clasificado en Categoría: Amor-Desamor

Las olas que lamen mansamente mis pies despiertan en mi mente, pero sobre todo en mi alma, evocaciones largo tiempo dormidas que después son arrastradas a las profundas simas, de ese mar verde que me recuerda la inmensidad de los océanos de sus ojos, en los que tantas veces naufragué ávido de pasiones que nunca había conocido… y que nunca más he experimentado.

Mi piel, donde no queda ni un solo milímetro que no guarde la memoria de sus besos, es el diario donde fueron escritas, caricia a caricia, las emociones más intensas que jamás hubiera soñado. Despacio, dejo resbalar mis dedos por su superficie y en cada punto donde se detienen, resucita una anécdota, una fantasía, un suspiro…

Aquí, en esta misma playa donde solo estamos mi soledad y yo, recuerdo aquellos días ya casi perdidos entre las brumas de mi memoria, en los que María me hizo conocer emociones que ahora están grabadas a fuego en mi corazón.
María, María,… María.

En vano pronuncio un nombre a cuya llamada no acude nadie salvo el silencio de mi ansiedad, arropada por el rumor cadencioso de las olas que también parecen repetir, como burlándose de mí, María, María, María

Un leve sabor a salitre se adentra tras mis labios y pienso que es el agua del mar que me salpica, cuando tras un breve instante me percato con sorpresa de que es una de las lágrimas desprendidas de mis ojos.

Es entonces, con la mirada perdida en la lejanía del horizonte inalcanzable, como sus caricias, cuando retrocedo veinticinco años hasta el primer día que la vi, aguardando impaciente bajo la protección de la parada de autobús, mientras yo esperaba extasiado detenido ante un semáforo. Pensativa, frágil, coqueta, elegante, deliciosamente femenina… Recuerdo que pensé al verla por primera vez. Y no fui capaz de ver nada más, porque que las bocinas de los coches cuyos conductores esperaban tras de mí, me arrancaron bruscamente hasta hacerme daño, del ensueño en que me había sumergido durante apenas treinta segundos.

Sonrío al recordar que estuve tentado de detenerme y preguntarle si quería que la llevara a alguna parte… Pero finalmente ese estúpido miedo a ser despreciado, me empujó hacia adelante por el camino que me llevaba a mis propias ocupaciones.
Todos mis pensamientos fueron para ella ese día, en que la impaciencia me impelía a desear con todas mis fuerzas la llegada del momento en que de nuevo, tal vez si el destino estaba de nuestro lado, podría verla nuevamente.

Y no solo el destino, sino la fortuna también, viajaban conmigo en el asiento de al lado el día después. Pero entonces no quise permitir que el semáforo me arrancara de nuevo de su presencia y me detuve frente a la parada, mientras imploraba a todos los dioses que conocía y a los que me inventé, que el autobús pinchara antes de llegar a su destino, donde esperaba la chica de mis pensamientos, que también deseaba algo, seguramente que el vehículo llegara cuanto antes y se la llevara de allí.

Para entonces ya se había percatado de mi presencia y de la fijación con que la admiraba; de reojo, como preguntándose inquieta quién sería aquel desconocido que la observaba con tanto descaro, se frotaba las manos nerviosa y avanzaba de tanto en tanto la cabeza para cerciorarse de si el transporte público hacía acto de presencia.

Y yo, conocedor de la inquietud que le estaba produciendo, a pesar del desgarro que me producía tener que hacerlo, puse el motor en marcha mientras le sonreía levemente y de la manera más dulce, al tiempo que emprendí la huida hacia un nuevo día de añoranza mientras con la mano alzada le decía suavemente adiós y con mis labios musitaba un tenue y apagado “hasta mañana”.

Las semanas siguientes fueron una sucesión interminable de miradas y despedidas leves, en el fugaz instante en que yo ralentizaba la marcha para pasar ante ella y decirle nuevamente adiós con una sonrisa esperanzada. Después, ya lejos de su presencia, agradecía a quien había hecho coincidir nuestros caminos a la misma hora cada día.

Por fin, un día de lluvia inolvidable —¡bendita lluvia!— en que el tráfico era un auténtico caos y el autobús parecía que no llegaría nunca, robé la última pizca de valor que me quedaba y detenido frente a ella, tan cerca que me pareció poder tocarla solo con extender la mano, le dije ”El autobús tardará hoy y llueve mucho… Déjame llevarte… No soy un peligro para ti”, al tiempo que sentía arder mis mejillas por la vergüenza de lo que ella y el resto de personas que esperaban también, pudieran pensar de mi.

Ligeramente ruborosa pareció pensar si aceptar o no, hasta que al fin, cuando ya creía que iba a proferir algún insulto contra mí, avanzó rápidamente hacia la puerta y entró en el coche a toda velocidad cerrando con un fuerte portazo que nos dejó a ambos ausentes de cualquier acontecimiento que se produjera a nuestro alrededor.

La chica de la parada de autobús

Tras esperar paciente a que soltara el paraguas y se abrochara el cinturón de seguridad, mientras las bocinas de los conductores exaltados e impacientes taladraban por encima del rumor del chaparrón la quietud de la madrugada, pude al fin vencer el agarrotamiento de mi garganta para preguntarle dónde debía llevarla.

El recorrido fue breve —o eso se me antojó a mí, que hubiera deseado tener que llevarla a mil kilómetros de distancia— y el silencio embarazoso que se interponía como una losa entre nosotros, solo era roto por el repiqueteo de las gruesas gotas sobre el techo del vehículo. Una vez llegados a su destino, un gracias expresado en un sutil murmullo al que solo me atreví a contestar con un hasta mañana, fue la única palabra que me dirigió al despedirse de mí.

Y al llegar nuevamente mañana, el esperado encuentro con una sonrisa de buenos días y una anhelante invitación para que me permitiera llevarla otra vez, durante un trayecto aparentemente más largo esta vez, con unos nervios mejor controlados y un silencio que ninguno se atrevía a romper, por miedo tal vez a deshacer el hechizo.

Finalmente una mañana, me lanzó de improviso una pregunta que llevaba varios días esperando.
— ¿Por qué?

Podría haber evadido la respuesta directa con un sinnúmero de obviedades, pero sorprendiéndome a mi mismo, le contesté sin vacilar pero sintiendo un ligero temblor en la voz.
— Cuando te vi por primera vez en aquella parada, supe en mi yo más profundo que tenía que conocerte, hablar contigo… O morir cada día durante el resto de mi vida por no haberlo hecho. No quiero nada que no sea estar contigo y disfrutar de tu compañía… No quiero nada… Pero te quiero a ti. Mi sangre de normal tranquila, se vuelve tumultuosa cuando te tengo cerca; mi corazón de ritmo cadencioso habitualmente, se desboca ante tu sola presencia. Tal vez tú no sientas nunca lo mismo, pero no importa —al decir esto sentí que se me desgarraba el alma—, porque yo soy tuyo desde el primer momento en que te vi.

Mientras ella me escuchaba sin decir nada, pero con la respiración entrecortada y retorciéndose las manos sobre el regazo, con la mirada perdida en algún lugar más allá del parabrisas, yo sentía burbujear mi sangre y bailar mi corazón. Ya lo había dicho y ahora tenía miedo. Miedo de su reacción y de que me pidiera que parase inmediatamente el coche para bajarse y marcharse sin decirme adiós. Pero en lugar de ello, siguió callada mientras yo me desesperaba por no saber lo que pensaba y comprobar que habíamos llegado a su destino.

Con el coche detenido, esperé impacientemente pero sin atreverme a romper el silencio.
Entonces, en un gesto rápido que no pude prevenir, me besó dulcemente en la mejilla y se fue antes de que pudiera reaccionar, dejándome al perderse en la acera el sonido de dos palabras que todavía resuenan en mis oídos, junto al taconeo de sus zapatos.
— Hasta mañana.

De pronto me pareció escuchar campanas. Me había dicho hasta mañana, después de haberle confesado que la quería. A ella, una perfecta extraña a la que no conocía quince días antes.

Las jornadas sucesivas nos permitieron hablar de nosotros y afianzar una relación en la que nadie hubiera creído. Una relación que duró tres años, durante los cuales fui inmensamente feliz.

Y ahora, mientras las olas persisten en acariciar mis pies, evoco aquel tiempo maravillosamente emotivo, preguntándome qué pasó y qué habrá sido de ella. Lamento que no fuésemos capaces de recomponer una relación que al inicio prometía ser eterna y que se diluyó casi sin darnos cuenta, como la nieve al contacto con el agua.

Pero no diré nunca que conocerla fue para nada. Porque muchas mañanas espero encontrarla trasteando por la cocina, porque muchas veces me acerco de manera expresa al lugar donde la conocí, porque todavía veo su imagen cuando cierro los ojos, porque todavía siento en mi piel la tibieza de su primer beso en mi mejilla…

Aunque me lo proponga, me resultará imposible olvidar a María, la chica de la parada de autobús.
Podremos decir a quien nos pregunte que ya no tenemos nada en común… Que somos apenas dos desconocidos…, Pero siempre nos quedará el amor.

Con mi agradecimiento

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